La vanidad de los escritores es conocida por todos los que pertenecemos a este mundo maravilloso de las letras. Tanto si son conocidos como si apenas han autopublicado alguna obra, su ego puede alcanzar niveles de alerta amarilla y su arrogancia llegar hasta lo inimaginable. En general, todas las artes dan esta suerte de vanidades, huecas muchas veces, y son muy pocos los que se salvan. Algunos tratan de parecer sencillos ante los demás, pero tras esa apariencia de corderos se esconden unas garras de león que van a clavarse al primero que ose criticar una obra suya.

Es por eso que muchos escritores, incapaces de soportar una crítica o asumir la corrección sugerida de una parte de su manuscrito, se quedan ahí, tras alguna obra más o menos vendible; sin más pena ni gloria que la de alguien que ha probado suerte en el complejo mundo literario y poco más.

Sin embargo, son muchos los errores que pueden cometer los autores a la hora de escribir una obra, cuyo resultado puede él mismo pensar que es excelente pero que no lo es tanto o no lo es nada de cara a editores o agentes literarios.

Dar la obra a leer, al finalizarla, a personas conocidas.

El primer error no guarda relación con la escritura de la obra y sí con lo que suele suceder después: el autor entrega el flamante manuscrito a personas allegadas, con las que puede tener relaciones de diversa índole, a la espera de que, una vez leída, una valoración franca. ¿Franca?, ¿cómo puede alguien pedirle a un familiar o amigo que le diga la verdad de lo que piensa de su obra?, ¿alguien se complicaría la vida tanto como para decirle a un autor que su obra es muy aburrida o muy mala? En absoluto y esto lo único que consigue es que el autor se crea ante una obra magnífica que nadie quiere publicar —los malvados editores no entienden de libros— o que nadie quiere comprar, en el caso de una autopublicación. 

Un principio insípido.

Hay obras que «no saben a nada desde el comienzo». Imaginemos: 

«Aquel atardecer los árboles se movían muy despacio, conforme el viento iba amainando y el olor a humedad hacía presentir las primeras gotas de lluvia. Manuel cerró la ventana y después colocó un cubo de latón bajo la brecha del techo desde donde que, seguramente, caería el agua cálida y vaporosa del monzón. Comenzaron a caer las primeras gotas y Manuel siguió fumando, pensativo».

No podemos decir que esté mal escrito este inicio de obra. Sin embargo, el autor aquí comete dos errores importantes: el primero es la falta de originalidad (da la impresión de que ya lo hemos leído en alguna ocasión) y el segundo el bajo nivel de incertidumbre que se desprende del párrafo inicial. Además y por si no fuera bastante, carece de fuerza narrativa y la capacidad descriptiva del autor es muy limitada.

Vamos a rectificar algunas cosas y tendremos un resultado distinto: 

«Aquel atardecer anticipado y oscuro las hojas de los árboles se movían cada vez menos, conforme el viento silbante iba amainando y el olor a hierba mojada hacía presagiar las primeras gotas de lluvia. Manuel posó el cigarro sobre el borde de la mesa, miró a través de la ventana unos instantes y luego acercó con los pies un ruidoso cubo de latón, dejándolo bajo la brecha del techo desde donde presintió que caería el agua cálida y vaporosa del monzón. No estaba seguro de por qué se molestaba en hacerlo; la lluvia ya no le pillaría en aquella cabaña abandonada sino muy lejos de allí».

El resultado, como vemos, es muy distinto. Podrá gustar más o menos, pero no contiene uno de los errores más universales del los escritores en ciernes y los consagrados. 

Una técnica muy empleada por muchos escritores profesionales es la de dejar el principio para el final; solo así el comienzo de una obra podrá contener toda la fuerza narrativa de la misma. No se preocupe, pues, por el comienzo de la obra, ya tendrá tiempo de volver hasta allí. Todo menos dejar un inicio malo que haga a los lectores desistir de la lectura de su obra. 

No describir con estilo y originalidad.

Es verdad que las descripciones tienen la mala fama de ser las «pesadas», las que enlentecen la acción y destrozan la cadencia narrativa. Depende. Una descripción bien desarrollada, con el atrezo suficiente y un estilo depurado puede ser lo mejor que leamos de algunas obras. 

La fama de despiadadamente tediosas de las descripciones se la debemos a escritores que se han cebado con el lector. Deleitándose en la inmensidad de unos adjetivos manidos que no aportan nada al conjunto de la obra y que plantean solo dos opciones al amable lector: saltárselas y continuar con la lectura o desistir de su empeño en acabar el libro. 

Cuando leo cosas como: «la humeante cafetera», «el lejano horizonte» o «el proceloso océano» dejo el libro que tengo entre las manos sin la menor piedad. Este aserto, dicho por un editor, pueden imaginar la de obras que deja en los cajones de sus respectivos autores. No puede ser que en el siglo XXI se sigan empleando los mismos epítetos remanidos que a principios del XVIII. De ninguna de las maneras. 

El autor debe esforzarse, sin extravagancias, por colocar un atributo preciso que no esté cascado de tanto usarlo. Atributos originales que conseguirán que el lector disfrute con descripciones que no tienen por qué ser largas, pinceladas que desprendan destellos de prosa brillante.

Crear expectativas que luego no son satisfechas.

A todas las novelas en general y a las del género negro en particular hay que aplicarles un buen nivel de incertidumbre. Pero, ojo, luego hay que saber corresponder al lector que ha aceptado seguir leyendo a ver qué sucede. No puede ser que escribamos: «aquella cueva podría desvelar secretos que, de no caer en buenas manos, darían al traste con toda la humanidad» y el protagonista acabe descubriendo unos jeroglíficos, de dudosa interpretación, en los que se luchas entre humanos por los territorios. Si no puede garantizar que resolverá el caso con arreglo a las expectativas no las infle; los lectores no son tontos precisamente por eso, porque leen.   

No haber leído lo suficiente.

En la actualidad todo el mundo se siente con capacidad para escribir novelas, relatos, cuentos y demás. Muchos de quienes se atreven con un reto tan tremendamente complejo como vérselas ante un folio electrónico en blanco y acabar escribiendo un relato fabuloso apenas han leído alguna obra y no es suficiente con ser un cinéfilo. Si usted no ha leído suficientes libros (al menos diez al año durante toda su vida) procure dedicarse a algo diferente de escribir novelas. Pruebe con obras de divulgación, manuales técnicos o aquello que domine, pero deje a la literatura tranquila.

Aburrir.

La mayoría de las obras que pasan por las manos de un editor son extremadamente aburridas. Algunos autores creen que esto no importa si la obra es buena; craso error. La literatura nace con la finalidad primordial de entretener y es este y no otro su fin último. Si además una obra nos ilustra, nos ilusiona o nos dota de habilidades pues tanto mejor, pero lo fundamental es que nos entretenga. Los factores que llevan al aburrimiento a una obra son: 

  • Diálogos excesivos, pormenorizados y sin interés. 
  • Escasa acción. 
  • Bajo nivel de incertidumbre. 
  • Personajes muy manidos, sin interés. 

No cuidar el lenguaje.

Son muchos los autores que dejan en un segundo plano la belleza del lenguaje y lo confían todo al contenido de la obra, a la trama. Un lenguaje áspero, extremadamente coloquial, sin cuidar o sin brillo dará al traste con las expectativas del autor más osado, porque el lector está acostumbrado a obras de gran valor de autores consagrados que cuidan el lenguaje hasta el extremo. Si usted no domina el lenguaje fórmese. Si le cuesta vérselas con una subordinada, una perífrasis de infinitivo, una frase final o no sabe siquiera lo que son, no insista y dedíquese a otra actividad, que hay muchas y muy gratificantes. 

No darle un gran final.

 De nada sirve que hayamos conseguido una obra de calidad literaria si luego no sabemos acabarla mediante un final que deje al lector satisfecho. El final de una obra es el posgusto de un buen vino; aquello que perdura incluso cuando ya hace tiempo que hemos dejado de saborearlo. 

No pocas veces el autor se «cansa» de su obra y la remata de cualquier forma más o menos decente. Un error grave que puede acabar con un excelente trabajo en el olvido. Si no le sale el final que su obra merece: 

  • Déjela reposar unos meses y vuelva al final cuando se sienta creativo.

Consulte con un editor, un escritor consagrado o un lector profesional (cuando me refiero a estos profesionales no lo hago a los y las gurús de internet que te lo prometen todo a cambio de unos euros).